A que argentino no le llama la atención aquella porción del extremo sureste continental en la provincia de Santa Cruz llamada Cabo Vírgenes, y a la vez imaginar un páramo imposible de llegar. Sin embargo, nada hace pensar que este lugar esconde curiosos datos e historias singulares.

Ubicado a 134 km al sureste de la ciudad de Río Gallegos, en plena estepa patagónica y azotado por los fuertes vientos del Atlántico, el cabo fue descubierto por Hernando de Magallanes el 21 de octubre de 1520 durante su viaje hacia las Islas Molucas o de las Especias (Indonesia), y bautizado en honor a la patrona Santa Úrsula y las once mil vírgenes.

A partir de ese momento, Cabo Vírgenes se convirtió en la puerta de acceso al Estrecho de Magallanes visitado asiduamente por navegantes del viejo mundo, incluidos los temibles piratas ingleses que hicieron estragos por toda la región. Situación que obligó a la corona española a tomar cartas en el asunto y fundar dos enclaves fortificados al mando del adelantado Pedro Sarmiento de Gaboa para frenar a los corsarios. La primera, en 1584, llamada “Ciudad Del Nombre de Jesús”, devenida en el primer asentamiento español en el actual territorio patagónico argentino. Y, posteriormente, “Ciudad Rey Don Felipe”, más al oeste cercana a la actual Punta Arenas en Chile.

Si bien, ambas fundaciones contaron con un centenar de habitantes, las adversas condiciones geográficas y climáticas, además de la dificultad para su abastecimiento, determinaron el trágico final de sus poblaciones que, en tan solo tres años, languidecieron por hambruna. Con el tiempo, nada más se supo de estas ciudades hasta que en 2006 científicos del CONICET encontraron restos de la primera población cercanas al faro. Un monolito rinde homenaje a estos pioneros.

Producto de la infinidad de naufragios acaecidos en sus inmediaciones, el faro de Cabo Vírgenes fue erigido en 1904, con 26,5 mts de alto y con un alcance de 24 millas náuticas. Actualmente, sigue en funcionamiento y es la baliza náutica más austral de la Argentina continental, guiando a los cruceros turísticos y barcos petroleros, además de poseer un museo interpretativo que puede ser visitado.

A partir de 1876, la presencia de pepitas de oro en sus playas atlánticas de arenas aluviales (sedimentos acarreados por ríos), produjo la llegada masiva de aventureros criollos, europeos y norteamericanos que despertaron una “fiebre” en el sur continental y que se extendió hasta mediados de los años ´50 del siglo XIX. Inmediatamente después, la soledad volvió a reinar.

De estos “buscavidas”, un entrerriano descendiente de alemanes, llamado Conrado Asselborn, quizá el hombre más escondido y olvidado del mundo se afincó en el lugar. Conocido también como el “ermitaño de Cabo Vírgenes”, vivió durante 40 años cerca del faro en una precaria construcción hecha de chapas y paredes hollinadas de madera, que estoicamente resistían los avatares del clima. Munido de su escopeta, cazaba libres y aves para alimentarse, y con su batea, descubría las esquivas pepitas del metal amarillo en las picadas aguas del mar. Curiosamente, sus únicos amigos, los torreros de turno del faro, daban aviso por radio del hallazgo y al corto tiempo, empleados de la famosa joyería Escasany de Buenos Aires, llegaban hasta estos confines para comercializar con el asceta. En 1992, el viejo solitario, al sentirse ya sin fuerzas, puso final a su vida con su arma. Su recuerdo, al igual que el estallido de la pólvora, se perdió en los remolinos del incesante viento.

Hace unos años, el nombre del cabo tomó relevancia en los medios periodísticos ya que se convirtió en el “kilómetro cero” de la fascinante Ruta 40, que serpentea de Norte a Sur al pie de Los Andes cual columna vertebral, finalizando su recorrido en la ciudad de La Quiaca en la provincia de Jujuy y tras recorrer más de 5.000 km e infinidad de paisajes.

Para el final, el turista, puede adentrarse por unas pasarelas a la Reserva Provincial Cabo Vírgenes y visitar la tercera colonia más importante de pingüinos magallánicos del continente, que anidan en los alrededores y admirar el vuelo rasante de chorlos, petreles, gaviotas y cormoranes. Desde los miradores, el visitante puede divisar, a lo lejos, la silueta de la ballena franca en su viaje rumbo a Península Valdés para dar a luz y aparearse, junto a las plataformas petroleras “off shore” que rompen el horizonte.

Afortunadamente, este minúsculo punto del mapa argentino, se mantiene prácticamente inalterado, emulando su nombre, lo que asegura el disfrute para las futuras generaciones.

 Apunte de viaje: Cabo Vírgenes, al ser denominado como el “kilómetro 0” de la Ruta 40, se convirtió en una meca apreciada por los aventureros del camino.

Lic. Mariano Guerrieri