Por. Lic. Mariano Guerrieri

Nota: La crónica fue escrita por el autor en 2008, a pocos días de vivir la experiencia de pisar suelo malvinense. Se conserva la frescura de los hechos, con sentimientos de por medio. Con todo el respeto que se merece, que disfruten de la redacción.

La suerte de un viaje en barco me dio la posibilidad de arribar a esas tierras tan enigmáticas, pero a la vez, tan familiares y controvertidas para el conciente colectivo argentino, como son las Islas Malvinas (Falkland Island, según sus habitantes).

Confín sin fin de historias y hechos trágicos con el cual convivimos sentidamente desde 1982 y que cobra efervescencia cada dos de abril.

Hablar de “Las Malvinas”, es sinónimo de lejanía e imposible, pero saber que uno tiene la posibilidad de visitarlas, acelera los nervios de la ansiedad, y más aún, a un  argentino como cualquier otro que tenía tan solo seis años cuando la epopeya triunfalista de la guerra daba su puntapié inicial.

La mañana del desembarco (mi desembarco), se presentaba como un regalo del cielo. Ni bien febo asomó sus primeros rayos de luz, salí a cubierta y contemplé atónito la paz del paisaje: las aguas del mar convertidas en lago, el aire dormido y  un cielo azul que mostraba su color más brillante. ¿Dónde está ese océano embravecido, la humedad y el viento incesante del que tanto me hablaron?, me pregunté, y respiré aliviado.

Una lágrima que se me escapó tras divisar las primeras porciones de tierra de la isla Soledad (la más oriental) provenía del corazón, enardecido por saber que estaba allí, donde todos quieren estar aunque más no sea por una vez en la vida.

En breve, nos encontramos anclados en Port William de frente a la ciudad de Puerto Argentino y, subidos en una pequeña barcaza, nos internamos en el golfo de Stanley con una magnifica vista panorámica del único conglomerado urbano del archipiélago.

Pisar el suelo malvinense genera una comezón en el estómago y un fluir de sentimientos encontrados por estar en territorio argentino pero a la vez habitado por ingleses. La austeridad es lo que caracteriza a esta ciudad, junto con el orden y la limpieza típicamente británica. Más allá de eso, lo que llama la atención al extranjero latino, es la circulación en sentido inverso de los automóviles, que puede llevar a más de un susto para el caminante descuidado acostumbrado a conducirse por la derecha.

La arteria principal es Ross Road, que se extiende unos 2.000 metros hacia ambos lados del puerto y constituye los límites del poblado. Tomando dirección oeste sobre esta “avenida costanera” encontramos todos los edificios públicos y religiosos como ser el Correo, la Policía, la Iglesia, Oficinas Gubernamentales, y la conocida Residencia del Gobernador. Entremezclados, un puñado de locales comerciales, hoteles y bodegones completan los servicios disponibles. Quizá lo más interesante e inexcusable  del recorrido es el monumento a los “libertadores” (ingleses) de junio de 1982, atravesado por la Thatcher Driver. Todo un símbolo. Por último un barco encallado en las cercanías marca el fin del casco urbano.

Luego de este interesante city-tour, me preparé para lo que sería lo más emotivo del viaje: visitar el cementerio de los soldados caídos en combate en Darwin.

Desandar una ruta polvorienta entre campos minados es toda una novedad, y tratar de dilucidar los pensamientos de Rebecca (kelper y guía del viaje), fue todo un logro, los lugareños son muy reservados. Lo que pude apuntar fue que: en las islas viven 5.000 personas (la mitad de ellos militares). Salvo Puerto Argentino, en el resto del archipiélago existen solamente cascos de estancias habitadas por un puñado de hombres dedicados a la cría extensiva del ganado ovino. La pesca es su otra actividad importante, y la explotación petrolera se encuentra recién en su fase exploratoria.

Las tierras montañosas centrales de Monte London, son las únicas elevaciones importantes de las islas, que sobresalen de los cantos rodados y pastizales achaparrados que opacan el paisaje, y demuestran la crudeza del clima. A mitad de camino, la grandilocuente base militar de  Mount Pleasant, reafirmaba la presencia inglesa a fin de evitar una improbable invasión extranjera.

Polvo y piedras se sucedían a medida que transitábamos los 120 kilómetros del viaje. Un  cartel que decía “Argentine Cemetery”, emplazado en la parte más angosta y en pleno corazón de la isla Soledad, nos desvió hacia el mar para presentarnos este panteón, monumento al heroísmo, que enmudeció el aire al ser contemplado.

A medida que me acercaba a las estoicas cruces blancas, la tristeza me invadía el cuerpo y frente a una de ellas recordé “aquél chocolate en barra” que habíamos comprado junto a mis padres y la “cartita” que escribí en la escuela con la intención de ser entregados a estos chicos que se encontraban tan lejos y olvidados. Pero saber, varios años después, que la mayoría del cargamento se quedó burocrática y bochornosamente en el país, me quebró en un llanto sin consuelo.

Sin embargo, la vida me dio revancha y pude llevar una nueva carta que escribí después de leer y discutir mucho sobre el tema “a los changos de Malvinas”, que ignoraban lo que les esperaba hace 26 años atrás.

Un par de horas después, mirando el horizonte circundante y reconfortado por haber cumplido el sueño de acompañar a estos compatriotas que gloriosamente dejaron sus vidas en estas tierras y que siguen haciendo patria con su presencia infinita, me marché bajo un cielo que comenzó a oscurecerse junto al viento malvinense que inició su estampida con mayor fuerza. El mal tiempo se avecinaba.   

Hoy, en la comodidad de mi casa, recuerdo a la distancia la experiencia vivida, y reflexiono sobre si no pudo haber otra solución para este tema, y si las islas volverán a ser nuestras algún día, no lo creo. Pero a la vez siento que “Las Malvinas” son argentinas, en el corazón de todos nosotros.